El virus Sade
por Alejandro Tantanian
Hace años supe obsesionarme con el divino Marqués. La unión entre las ciencias exactas y el deseo generaron en mí una profunda fascinación. Y uso esa palabra: fascinación para destacar el carácter mágico que aquella figura y su escritura despertaron en mí. El marqués de Sade se leía en aquellos tiempos (aún regía la dictadura militar) en ediciones que se conseguían de manera silenciosa o en los cuartos traseros de aquellas librerías de la avenida Corrientes mezcladas entre las revistas porno: traducciones de dudosa procedencia, tapas con grabados pornográficos, letra minúsculas, plaplas. Pero aquello que, como prohibido, pedía a gritos ser descubierto y consumido se transformó, rápidamente, en una obsesión. Sade construía unos textos que sabían mezclar la más precisa arquitectura junto al más desaforado afán de posesión. Algo en esa escritura era infeccioso, veneno en estado puro. Desde entonces no hago otra cosa que escribir textos deseantes que permitan adivinar un estado de perfección formal: algo se desborda del texto, algo excede lo escrito y a su vez lo constituye. Sade me creó como escritor. Devoraba todos los textos que decían ser de su autoría (supe, más tarde, que había leído cosas que llevaban su nombre pero que no habían sido jamás escritas por él), la literatura era para mi un invento de Sade. Línea divisoria en el ser escritor. Y luego leía Madame Bovary y no dejaba de ver a Sade, o acompañaba a Raskolnikov o Stavroguin o Nastasia Filipovna y no dejaba de leer a Sade. Pynchon, más tarde, construía edificios como el marqués. Y Nabokov. Y Faulkner. Y Tolstoi. Incluso los que precedieron su aparición no hacían otra cosa que anunciarlo: los trágicos griegos y hasta el mismo Shakespeare. Sade no es sino un virus en el lenguaje (gracias Burroughs): desde que supo construirse infecta y modifica todo lo que toca. Mi primer obra de teatro, sí, la primera que yo escribí se llamó Sade (¿cómo si no?). No podía ser de otra manera, claro, yo devendría un autor teatral y para bautizarme, para nombrarme como tal no podía dejar de escribir una obra con ese título. La obra se escribió bajo el dictado de otra pieza teatral: Madame de Sade de otro genio iluminado por Sade: Yukio Mishima. En la pieza de Mishima Sade era una ausencia, sus mujeres lo evocaban, sus mujeres lo construían en el relato. De aquella comedia oscura escrita por un japonés que pensaba que Occidente debía suceder en Japón y la figura faro que era para mí (y sigue siendo) Donatien Alphonse Francois (a) Marqués de Sade nació aquella primer obra que me construyó como autor. Guardé esa obra por años. Por oscura, por silenciosa, por ser la primera, por pudor. O vaya a saber por qué. Hoy, en manos de Ernesto Donegana y sus actrices, cobra vida por primera vez. Y su vitalidad me sorprende. Asisto a las funciones de Sade y contemplo, con asombro, que todo estaba en aquella primer obra: todo lo que, no sin cierto pudor, puedo nombrar como mi teatro. Invito a todos a ser testigos.
Agosto de 2011.